Tanta cerámica china de la dinastía Ming, tantas cajitas traidas de la India y tanto mural de azulejo azul y blanco para nada. Un gatiñu enfermo recuerda con nostalgia las fiestas que le contaron sus antepasados. El Museo dos Vizcaínos está empapado de vidas traslúcidas.
Me encuentro como por encanto a otro yo sentado en la misma cafetería tomando lo mismo que yo, en la mesa de al lado. Él no lleva acompañante, tiene la piel cansada y dos ojeras que competirían con las ruinas de las termas de Braga.
Intento saludarlo con la cabeza pero él sigue mirando el paisaje de tejados y carreteras. Después pide la cuenta, se levanta, se coloca su sombrero y se va arrastrando sus ayeres como el que acarrea un saco de cemento.
La niña rasga el papel estampado. Le acaban de de regalar un mundo de barbies y coches de plástico. Su madre la mira feliz. La niña no sabe cómo tomárselo. Finalmente alza los brazos y enseña sus dientes al océano ártico.
La muñeca de plástico pelón dice “mamá” al apretarle la barriga. La niña de 4 años la estruja entre sus brazos. Su útero no está formado, su sexo no tiene dientes y todo lo demás se resiste al estímulo. Ella cree sentirse madre. Su madre sonríe, ya es abuela y sólo le ha costado un golpe de tarjeta.
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